martes, 22 de febrero de 2011
Carl Honoré
ELOGIO DE LA LENTITUD
La supervivencia fue uno de los incentivos para medir el tiempo. Las antiguas civilizaciones utilizaban los calendarios para saber cuándo era el momento de plantar y cosechar. Pero, desde el comienzo, la medida del tiempo resultó ser un arma de doble filo. Por una parte, la programación puede hacer que cualquiera, desde el campesino hasta el ingeniero de software, sea más eficiente. No obstante, en cuanto empezamos a dividir el tiempo, las tornas se vuelven y el tiempo nos domina. Entonces nos convertimos en esclavos del horario: éste nos fija fechas límite que, por su misma naturaleza, nos dan un motivo para apresurarnos. Como dice un proverbio italiano: «el hombre mide el tiempo y éste mide al hombre».
Dado que hacían posible la programación diaria, los relojes prometían una mayor eficiencia, pero también un control más estricto. No obstante, los relojes primitivos eran demasiado inseguros para regir a la humanidad como lo hacen los relojes actuales. Los relojes de sol no funcionaban de noche ni cuando el cielo estaba nublado, y la longitud de una hora de reloj solar variaba de un día a otro debido a la inclinación de la Tierra. Los relojes de agua y arena, ideales para medir una tarea concreta, no servían para indicar la hora del día. ¿Por qué tantos duelos, batallas y otros hechos históricos tenían lugar al amanecer? No se debía a que a nuestros antepasados les gustara levantarse temprano, sino a que el alba era el único momento del día que todo el mundo podía identificar con precisión. En ausencia de relojes exactos, la vida obedecía a los dictados de lo que los sociólogos denominan el tiempo natural. La gente hacía las cosas cuando le apetecía, no cuando se lo decía un reloj de pulsera. Comían cuando tenían hambre y dormían cuando se amodorraban. Sin embargo, desde el principio, saber la hora fue de la mano con decirle a la gente lo que debe hacer.
Ya en el siglo vi, los monjes benedictinos se regían por un horario que enorgullecería a un moderno administrador del tiempo. Sirviéndose de relojes primitivos, hacían sonar las campanas, a intervalos determinados a lo largo del día y de la noche, a fin de apresurarse a pasar de una tarea a otra, de la oración al estudio, a la horticultura, al descanso y de nuevo a la oración. Cuando los relojes mecánicos empezaron a aparecer en las plazas de las ciudades europeas, la línea divisoria entre saber con precisión la hora y mantener el control se borró todavía más. Un caso revelador lo ofrece Colonia. En los archivos históricos hay constancia de que, alrededor de 1370, se instaló un reloj público en la ciudad alemana. En 1374, la municipalidad aprobó una ley que fijaba el comienzo y el final del horario laboral de los trabajadores y limitaba la pausa para el almuerzo a «una hora y no más». En 1391, la ciudad impuso el toque de queda a partir de las nueve de la noche (las ocho en invierno) a los visitantes forasteros y, en 1398, dictaminaron que el toque de queda sería general a las once. En el transcurso de una generación, los habitantes de Colonia pasaron de no saber nunca con precisión la hora que era a permitir que un reloj dictara cuándo trabajaban, el tiempo que podían tomarse para comer y la hora en que se retiraban a sus casas por la noche. El tiempo del reloj estaba ganando el pulso al tiempo natural.
Los europeos de mentalidad moderna, siguiendo el camino abierto por los monjes benedictinos, empezaron a utilizar la programación de la jornada para vivir y trabajar con mayor eficiencia. En la época del Renacimiento italiano, Leon Battista Alberti, filósofo, arquitecto, músico, pintor y escultor, era un hombre muy atareado y, a fin de aprovechar su tiempo al máximo, empezaba la jornada estableciendo un horario: «Cuando me levanto por la mañana, antes que nada me pregunto qué debo hacer ese día. Hago una lista de las numerosas cosas, pienso en ellas y les asigno el momento apropiado: ésta la haré por la mañana, ésa por la tarde, aquélla por la noche». Te percatas de que a Alberti le habría encantado un «ayudante personal digital».
Durante la revolución industrial, cuando el mundo se lanzaba adelante como un vehículo en marcha superdirecta, la programación del tiempo se convirtió en un modo de vida. Antes de la era del maquinismo, nadie podía moverse más rápido que un caballo al galope o un barco a toda vela. La máquina de vapor lo cambió todo. De repente la gente, la información y los materiales podían recorrer grandes distancias con mucha más rapidez que antes. Una fábrica podía producir más género en un solo día que un artesano en toda su vida. La nueva velocidad prometía unas emociones y una prosperidad inimaginables, y la gente la aceptó con entusiasmo. Cuando el primer tren de pasajeros con locomotora de vapor efectuó su viaje inaugural en Yorkshire (Inglaterra), en 1825, fue recibida por una muchedumbre de 40.000 personas y un saludo de 21 cañonazos.
El capitalismo industrial se alimentaba de la velocidad, y la recompensaba como jamás lo había hecho hasta entonces. Las empresas que fabricaban y enviaban sus productos con más rapidez podían vender más barato que sus rivales. Cuanto más breve era el tiempo en que uno convertía el capital en beneficio, con tanta mayor celeridad podía reinvertirlo para obtener mayores ganancias. No es por casualidad que la expresión «hacer un dólar rápido» se acuñara en el siglo xix.
En 1748, en el alba de la era industrial, Benjamin Franklin bendijo el matrimonio entre el beneficio y la prisa con un aforismo que hoy sigue en plena vigencia: «el tiempo es oro». Nada reflejaba o reforzaba mejor la nueva mentalidad que el cambio que suponía pagar a los trabajadores por horas en vez de hacerlo por lo que producían. Una vez establecido que cada minuto costaba dinero, las empresas emprendieron una carrera interminable por acelerar la producción. Producir más artefactos por hora equivalía a un mayor beneficio. Mantenerse por delante de la manada permitía instalar el último grito en tecnología ahorradora de tiempo antes de que lo hicieran tus rivales. El capitalismo moderno llevaba incorporado el imperativo de ir hacia arriba, de acelerar, de ser cada vez más eficiente.
La urbanización, otra característica de la era industrial, ayudó a apresurar el paso. Las ciudades siempre han atraído a personas enérgicas y dinámicas, pero la misma vida urbana actúa como un acelerador de partículas gigantesco. Cuando la gente se traslada a la ciudad, empieza a hacerlo todo con más rapidez. En un diario íntimo de autor anónimo y fechado en 1871 figuran estos comentarios sobre la capital británica: «El desgaste de la energía nerviosa y la descarga de energía cerebral en Londres son enormes. El londinense vive rápido. En Londres, el hombre se mata a trabajar, mientras que en otros lugares se echa a perder a causa de la indolencia... La mente está siempre tensa, con una rápida sucesión de nuevas imágenes, nuevas personas y nuevas sensaciones. Todos los negocios se llevan a cabo con un ritmo rápido. La compra y la venta, la cuenta y el peso, incluso la charla por encima del mostrador, todo se hace con un grado de rapidez y mucha práctica... Los lentos y aburridos descubren pronto que no tienen ninguna posibilidad, pero, al cabo de cierto tiempo, como un caballo lento enganchado a un coche rápido, desarrollan un ritmo desconocido hasta entonces».
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