domingo, 15 de abril de 2012

Tania Martínez Portugal




Tania martínez portugal es licenciada en Ciencias Políticas.
En este texto junto con Inés Carrasco nos hablan de la medición de los impactos de las multinacionales sobre las mujeres




Un hombre que se casa con su asistenta contribuye a disminuir el PIB de su país

La paradoja de Pigou, principios del siglo XX.



Cuándo se habla de multinacionales y de sus impactos sobre las mujeres se tiende a asociar inmediatamente el tema con la industria maquiladora

Ciertamente, las multinacionales que operan dentro de este vergonzoso rubro optan por emplear, en su mayoría, a mujeres: mujeres encontramos en la industria textil maquiladora en Centroamérica y Marruecos, mujeres en las cadenas de montaje de pequeños aparatos electrónicos en Asia y mujeres en la industria de las flores en Colombia (países y regiones en las cuales el marco regulatorio de las condiciones laborales ya ha sido previamente vejado y puesto al servicio de los flujos de inversión y las multinacionales que están detrás de ellos).

Así, la gran mayoría de las y los autores que emprendían la ya por sí significativa tarea de analizar los impactos específicos de los flujos de inversión de manera diferenciada según el sexo, conseguían indagar en una variable explicativa más del problema sin llegar a alcanzar el corazón de la bestia: la opresión de la mujer era considerada como un elemento más del que se aprovecha el capitalismo, como lo serían los recursos naturales o los gobiernos corruptos.






Por otro lado, existen trabajos que tienden a centrar su atención en las necesidades prácticas de las mujeres construidas en base a sus roles de género y que consideran como impactos específicos la subida de precio de la canasta básica, en cuanto a su rol de cuidadoras-reproductoras. En esta misma línea de enfoque contaminado por la interiorización de roles socialmente construidos, algunas teóricas se ven en la necesidad de hacer valer sus posiciones mediante un abanico argumental compuesto y conformado según las directrices científicas establecidas por la academia, dictadas tradicionalmente por hombres. La trampa reside en la obligación de adoptar un discurso preestablecido desde el sistema patriarcal, para que ciertos planteamientos lleguen a ser considerados con la suficiente calidad científica para ser considerados como "serios". Apoderarse del lenguaje, como herramienta cultural e ideológica, resulta fundamental a la hora de desentrañar los mecanismos de opresión del sistema.

Lo cierto es, que la cuestión de la conveniencia del enfoque radica en poner en duda que el fenómeno responda a una simple estrategia de las multinacionales para aumentar su productividad, maximizar sus beneficios y ahorrar costes, para pasar a considerar los impactos de la opresión como uno de los pilares fundamentales para la existencia del sistema.

El capitalismo, intrínsecamente patriarcal

El patriarcado es previo al capitalismo. Vinculado al tránsito del nomadismo al sedentarismo, el origen del patriarcado puede situarse con la aparición de la propiedad privada y la división sexual del trabajo, donde la fuerza física de los hombres prevaleció sobre las características físicas y biológicas de las mujeres dando lugar a la división de la sociedad en clases. El capitalismo hereda el patriarcado y lo acentúa, dependiendo directamente de él para su éxito.



Por tanto, el capitalismo y sus principales actores internacionales, las multinacionales, no “se aprovechan” de las desigualdades de género para su propio beneficio, sino que se sirven del patriarcado para poder funcionar y existir, ya que éste le garantiza la opresión del sexo masculino sobre el sexo femenino y, por tanto, le perpetua el acceso desigual a los medios de producción. Es decir, el capitalismo, un sistema de opresión que crea dos clases básicas en la sociedad - la burguesía y el proletariado -, se nutre y depende de otro sistema de opresión previo que también crea dos clases - los hombres y las mujeres socialmente construidas. Esto es, el capitalismo necesita que las mujeres estén oprimidas para, entre otras, garantizarse la reproducción sin gasto de la fuerza de trabajo, y para ello establece la familia, en su visión más tradicional, como la estructura que mantiene la base y el orden social dentro del sistema capitalista. Tal y como estableció Engels, en la familia el hombre ejerce el rol del burgués y la mujer el del proletario.
Resulta, por tanto, más que obvio que el supuesto general que suele prevalecer en los análisis macroeconómicos que viene a defender que los objetivos e instrumentos de la política económica son neutrales al género, no es verídico. Sin embargo, aceptar que las instituciones económicas y el propio mercado simplemente reflejan las desigualdades de género y, en determinados casos, las refuerzan, sería hacerle un flaco favor a las luchas feministas del último siglo.

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