viernes, 9 de septiembre de 2011

Charles Eisenstein



Hay una falla estructural irremediable en la base de nuestra civilización. Yo la llamo Separación, y ha generado todas las crisis que convergen actualmente — la económica, la de la salud, la ecológica, y la política. Se manifiesta como la separación de cada uno en la disolución de la comunidad, la separación de la naturaleza en la destrucción del entorno, la separación dentro de nosotros mismos en el deterioro de la salud. La ciencia es su ideología más profunda, la tecnología es su cómplice, y el dinero es su agente.

El dinero tal como lo conocemos hoy está íntimamente asociado a nuestra identidad como seres discretos y separados, así como a la destrucción que nuestra separación ha traído. Hay un dicho, “El dinero es la raíz de todos los males.” ¿Pero por qué sería así? Después de todo, el objetivo más básico del dinero es simplemente facilitar el intercambio; en otras palabras, el conectar los dones humanos con las necesidades humanas. ¿Qué poder, qué monstruosa perversión, ha transformado al dinero en su opuesto: un agente de escasez?

Pues de hecho, vivimos en un mundo de fundamental abundancia, un mundo donde vastas cantidades de alimento, energía, y materiales se desperdician. La mitad del mundo se muere de hambre mientras que la otra mitad consume lo suficiente como para alimentar a la primera mitad. En el Tercer Mundo y en nuestros propio ghettos, a la gente le falta comida, techo, y otras necesidades básicas, pero no puede comprarlas. A otras personas les encantaría suplir estas necesidades y hacer otros trabajos significativos, pero no pueden porque no hay dinero en ello.

El dinero falla flagrantemente en conectar dones y necesidades. Consumimos vastos recursos en guerras, basura plástica, e innumerables productos que no sirven a las necesidades o a la felicidad humanas. ¿Por qué? No es difícil asociarlo a la codicia, al amor por el dinero. Pero sin embargo, en definitiva, la codicia es una falacia, en si misma un síntoma y no una causa de un problema más profundo. Culpar a la codicia y luchar para intensificar el programa de auto-control es intensificar la guerra contra el ser, que es sólo otra expresión de la guerra contra la naturaleza y la guerra contra el otro que se encuentra en la base de nuestra civilización.

En medio de la superabundancia, aún nosotros en los países ricos vivimos en una ansiedad omnipresente, buscando la “seguridad financiera” mientras tratamos de mantener a raya a la escasez. Hacemos elecciones (aún aquellas que no tienen nada que ver con el dinero) de acuerdo a lo que “podamos permitirnos”, y asociamos comúnmente a la libertad con la riqueza. Pero cuando la perseguimos, encontramos que el paraíso de la libertad financiera es un espejismo, alejándose a medida que nos acercamos a él, y que la persecución misma nos esclaviza. La ansiedad está siempre ahí, la escasez siempre a un desastre de distancia. La codicia es simplemente una respuesta a la percepción de escasez. El dinero, que ha tornado a la abundancia en escasez, precede a la codicia. Pero no el dinero per se, sólo el tipo de dinero que utilizamos hoy, el tipo de dinero que se está evaporando mientras hablamos, dinero con una característica muy especial que asegura su eventual muerte.

Esta característica aparece, en diferentes formas, también en las otras sub-estructuras de nuestra civilización. Al comprenderlo, podemos aclarar la “irremediable falla estructural” de nuestra propia civilización; más importante, podemos diseñar nuevos sistemas monetarios que suplanten al viejo y lleven la característica opuesta. Los resultados serán opuestos también: abundancia, no escasez; generosidad, no codicia; y sustentabilidad, no ruina.

La característica definitoria del dinero actual es la usura, mejor conocida como el interés. Es la usura la que genera tanto la ansiedad endémica de hoy, como conduce la máquina devoradora del mundo del crecimiento perpetuo. Para explicar cómo, citaré la hoy famosa parábola de Bernard Lietaer, El Onceavo Redondel, de su libro El futuro del Dinero.

Hace tiempo, en un pequeño pueblo en las Afueras, la gente usaba el trueque para todas sus transacciones. En cada día de mercado, la gente lo recorría con gallinas, huevos, jamón, y pan, y se involucraba en prolongadas negociaciones para intercambiar lo que necesitaba. En períodos clave del año, como las cosechas o siempre que el granero de alguien necesitase grandes reparaciones después de una tormenta, la gente revivía la tradición de ayudarse unos a otros que habían traído del viejo país. Sabían que si tenían un problema algún día, otros los ayudarían correspondientemente.

Un día de mercado, llegó un extraño de brillantes zapatos negros y elegante sombrero blanco y observó el proceso completo con una sonrisa sardónica. Cuando vio a un granjero corriendo para acorralar a las seis gallinas que quería intercambiar por un gran jamón, no pudo contener la risa. “Pobre gente,” dijo, “tan primitivos.” La mujer del granjero lo vio y desafió al extraño, “¿Piensa que puede atrapar mejor a las gallinas?” “Gallinas, no,” respondió el extraño, “Pero hay una manera mucho mejor de eliminar todo el inconveniente.” “Ah si, ¿cómo?” preguntó la mujer. “¿Ve aquél árbol allí?” replicó el extraño. “Bueno, iré allí a esperar a que uno de ustedes me traiga un gran cuero de vaca. Entonces que cada familia me visite. Yo les explicaré cual es la mejor manera.”

Y así sucedió. Tomó el cuero, y cortó redondeles perfectos en él, y estampó un elaborado y elegante pequeña sello en cada redondel. Entonces le dio a cada familia 10 redondeles, y explicó que cada uno representaba el valor de una gallina. “Ahora pueden comerciar y regatear con los redondeles mismos en lugar de con las incómodas gallinas,” explicó.

Tenía sentido. Todos quedaron impresionados del hombre de los zapatos brillantes y el sombrero inspirador.

“Oh, a propósito,” agregó después de que cada familia hubiese recibido sus 10 redondeles, “luego de un año, volveré y me sentaré bajo el mismo árbol. Quiero que cada uno de ustedes me traiga de vuelta 11 redondeles. Ese onceavo redondel es un gesto de aprecio por la mejora tecnológica que he introducido en sus vidas.” “¿Pero de dónde saldrá el onceavo redondel?” preguntó el granjero con las seis gallinas. “Ya verán,” dijo el hombre con una sonrisa tranquilizadora.

Asumiendo que la población y su producción anual permanezcan exactamente iguales durante el siguiente año, ¿qué piensan que debería pasar? Recuerden, aquel onceavo redondel nunca fue creado. Por lo tanto, en definitiva, una de cada 11 familias tendrá que perder todos sus redondeles, aún si todos manejan bien sus negocios, para poder proveer del onceavo redondel a las otras 10.

Así cuando una tormenta amenazó la cosecha de una de las familias, la gente se volvió menos generosa con su tiempo para ayudarlos a ponerla a resguardo antes de que el desastre llegara. Aunque era mucho más conveniente intercambiar los redondeles en lugar de las gallinas en los días de mercado, el nuevo juego también tuvo el efecto secundario no planeado de desalentar activamente la cooperación que era tradicional en el pueblo. En su lugar, el nuevo juego del dinero estaba generando una corriente subyacente sistémica de competencia entre los participantes.

Hay realmente sólo tres maneras en que puede terminar esta historia: inflación, bancarrota, o crecimiento. Las mismas opciones que enfrenta una economía basada en la usura. Los pueblerinos podían procurarse otro cuero de vaca y hacer más moneda; o una de cada 11 familias podría quebrar, como observa Lietaer; o podrían incrementar el número de gallinas de modo que nuevos “redondeles” tendrían el mismo valor que antes. En una economía real, las tres presiones operan simultáneamente. La presión de la bancarrota produce una inseguridad sistémica, que a su vez lleva a a la gente y a las instituciones a “hacer” más dinero a través de medios inflacionarios o productivos. De estas dos opciones, la inflación es sólo una solución temporaria (como estamos descubriendo ahora). Sólo puede empujar un poco hacia el futuro al imperativo del crece-o-muere.

En otras palabras, debido al sistema monetario, la competencia, la inseguridad, y la codicia son una parte inseparable en nuestra economía. No podrán ser eliminadas nunca, mientras las necesidades de la vida estén denominadas en dinero-de-usura. Pero ésta es sólo una de las razones por las cuales el dinero destruye comunidades. La otra está relacionada a la tercer presión: el crecimiento perpetuo.

Como la parábola de Lietaer explica, debido al interés, en cualquier momento dado la cantidad de dinero debida es mayor que la cantidad de dinero existente. Para hacer nuevo dinero no-inflacionario, para mantener el sistema entero en marcha, tenemos que criar más gallinas — en otras palabras, tenemos que crear más “bienes y servicios.” La manera principal de hacerlo es comenzar a vender algo que antes era gratis. Es convertir los bosques en madera, la música en un producto, las ideas en propiedad intelectual, la reciprocidad social en servicios pagos.

¿Quiere volverse rico? Aquí hay una idea de negocios que, de una forma u otra, ha funcionado espectacularmente por miles de años. Muy sencillamente, encuentre algo que la gente haga por si misma o por otro gratuitamente. Entonces quíteselo: vuélvalo ilegal, inconveniente, o en su defecto no disponible. Entonces véndales de nuevo lo que ha tomado. Garantizado, normalmente nadie hace esto conscientemente, pero ése ha sido el efecto neto de la cultura y la tecnología durante los últimos varios miles de años.

Sus ancestros campesinos del siglo XIII raramente pagaban dinero por comida, alojamiento, vestimenta, o entretenimiento (aún menos en una tribu de cazadores-recolectores). La gente era auto-suficiente en todas estas cosas o, más probablemente, dependía de una elaborada red de regalos, del compartir, y la reciprocidad. Es de estas cosas que está construida una comunidad. Hoy, le pagamos a extraños para satisfacer la mayor parte de nuestras necesidades físicas y culturales. Probablemente no conozcas la persona que cultivó tu comida, cosió tu camisa, construyó tu casa, o cantó las canciones en tu iPod. Apoyados por la tecnología, la conversión en bienes de consumo de bienes y servicios previamente no monetarios se ha acelerado durante los últimos siglos, al punto de que hoy hay muy poco que quede fuera del ámbito del dinero. Los vastos comunes, sean de tierra o cultura, han sido acordonados y vendidos — todo para mantener el ritmo con el crecimiento exponencial del dinero. Ésta es la profunda razón por la cual convertimos bosques en madera, canciones en propiedad intelectual, y así. Es por lo que dos tercios de las comidas en Norteamérica son hoy preparadas fuera del hogar. Es por lo que los remedios basados en plantas han dado lugar a las medicinas farmacéuticas, por lo que el cuidado de niños se ha vuelto un servicio pago, por lo que el agua mineral es la categoría con crecimiento de ventas número uno.

El imperativo del crecimiento perpetuo implícito en el interés es lo que dirige la incesante conversión de la vida, el mundo, y el espíritu en dinero. Completando el círculo vicioso, cuanto más de la vida convertimos en dinero, más dinero necesitamos para vivir. La usura, no el dinero, es la proverbial raíz de todos los males. Induciendo a la competencia y reemplazando las relaciones personales con servicios pagos, desgarra el tejido de la comunidad.

La comunidad está fuertemente vinculada al hecho de regalar; cuando los antropólogos buscan entender una cultura, siguen el flujo de los regalos. A diferencia de las transacciones monetarias, en las cuales no perduran obligaciones luego de que la transacción ha sido completada, el regalar crea una ligadura (que es el significado literal de “obligación”). Cuando circulan los regalos, la comunidad se afianza. Prestar dinero a interés es absolutamente contrario al espíritu del regalo. Por un lado, una característica cardinal de un regalo auténtico es que lo damos incondicionalmente. Podemos esperar que nos regalen algo a cambio, sea por el destinatario o por otro miembro de la comunidad, pero no imponemos condiciones sobre un regalo verdadero, o no es realmente un regalo.

Más importante, una característica universal de un regalo es que se incrementa naturalmente a medida que circula dentro de una comunidad, y que este incremento no debe ser mantenido para uno, sino que debe permitírsele circular con el regalo. El interés equivale a mantener el incremento del regalo para uno mismo, reteniéndolo por tanto de circulación en la comunidad, debilitando a la comunidad para el beneficio del individuo. No es un accidente que muchas sociedades prohibieran la usura entre ellos pero la permitieran en las transacciones con extraños, en quienes no se podía confiar en que recircularían un regalo auténtico nuevamente dentro de la comunidad. De allí la prohibición en Deuteronomios 23:20: A un extraño puedes prestarle con usura, pero a tu hermano no debes prestarle con usura.”

Las ramificaciones de este mandato, cuando se combinan con la enseñanza de Jesús de que todos los hombres son hermanos, son obvias: el interés está prohibido completamente. Esta era la posición de la Iglesia Católica durante la Edad Media, y es aún la regla en el Islam hoy. Sin embargo, comenzando con la separación de Iglesia y estado y acelerándose con el auge del mercantilismo en la tardía Edad Media, se creó presión para resolver la tensión fundamental entre la enseñanza Cristiana y los requerimientos del comercio. La solución provista por Martín Lutero y Juan Calvino fue la de separar la ley civil de la ley moral, afirmando que las maneras de Cristo no eran las maneras del mundo. Así el espíritu se separó aún más de la materia, y la religión retrocedió otro paso hacia la irrelevancia mundana.

Abandonar la prohibición del interés fue el paso clave en la complicidad de la religión en la desacralización del mundo. Después de todo, es el interés el que guía la conversión de todo lo que es sagrado en el mundo — su belleza, singularidad, y relaciones vitales — en algo profano. ¿Por qué sabemos intuitivamente que el dinero es profano? Porque es una gran excepción a la irreducible singularidad de todos los seres.

En mi último ensayo para Reality Sandwich, describí como cada gota de agua, incluso cada electrón, es único y sagrado. Pero no es así con cada dólar. El dinero es, por diseño, estándar, genérico. Su dólar es igual a mi dólar. El dinero hoy carece incluso de un número de serie único: Son bits en una computadora, una abstracción de una abstracción de una abstracción. Un bosque es único y sagrado; no así el dinero por su talado. Convierta dos bosques diferentes en dinero, y se vuelven el mismo. Aplicado a las culturas, el mismo principio está creando rápidamente una mono cultura global donde cada servicio es un servicio pago.

Cuando el dinero media todas nuestras relaciones, nosotros también perdemos nuestra singularidad, para volvernos un consumidor estandarizado de bienes y servicios estandarizados, y un empleado estandarizado realizando otros servicios. No hay relaciones económicas personales que sean importantes, porque siempre podemos pagarle a algún otro para hacerlo. No es sorpresa entonces, que aunque nos esforcemos, hallemos tan difícil crear comunidades. No es sorpresa que nos sintamos tan inseguros, tan prescindibles. Todo es debido a la conversión, causada por la usura, de lo singular y sagrado en lo monetizado y genérico.

Debido a que el dinero es identificado con la “utilidad” Benthamita — esto es, el bien — este proceso completo es considerado racional en la teoría económica (neoclásica) tradicional. Muy sencillamente, cada vez que algo es monetizado, el nivel de “bienes” del mundo crece. La misma asunción aparece en el eufemismo “bienes” para describir productos de la industria. La misma definición de “bien” es cualquier cosa intercambiable por dinero. En otras palabras, Dinero = Bien. ¿Lo tiene?

Por definición, cuando compramos agua embotellada en lugar de agua de la canilla muy contaminada para beber, eso es bueno. Cuando pagamos por el cuidado de niños en lugar de cuidarlos nosotros en nuestra casa, eso es bueno. Cuando compramos un vídeos juego en lugar de salir afuera a jugar, eso es bueno.

En términos económicos convencionales, puede de hecho estar en el interés propio racional de un individuo, abocarse a actividades que vuelvan a la tierra inhabitable. Esto es potencialmente cierto incluso a nivel colectivo: dada la naturaleza exponencial del descuento futuro del flujo de efectivo, puede estar más en nuestro “interés propio racional” liquidar todo el capital natural ahora mismo — cobrarnos en efectivo la tierra — que preservarla para las generaciones futuras. Después de todo, el valor neto actual de un flujo de efectivo anual eterno de un trillón de dólares son sólo unos veinte trillones de dólares (a un 5% de tasa de interés). Económicamente hablando, sería más racional destruir el planeta en diez años generando una ganancia de 100 trillones, que negociar un nivel sostenible de 3 trillones por año para siempre.

Si suena como una fantasía extraña, ¡considere que eso es exactamente lo que estamos haciendo actualmente! De acuerdo a los parámetros que hemos establecido, estamos haciendo la insana pero racional elección de incinerar nuestro capital natural, social, cultural, y espiritual por el beneficio financiero. Sorprendentemente, este fin fue vislumbrado hace miles de años atrás por el creador de la historia del rey Midas, cuyo toque convertía todo en oro. Encantado al principio con su don, pronto había transformado toda su comida, flores, incluso sus seres queridos, en frío, duro metal. Tal como el rey Midas, nosotros también estamos convirtiendo la belleza natural, las relaciones humanas, y las bases de nuestra propia supervivencia en dinero.

Incluso a pesar de esta antigua advertencia, continuamos comportándonos como si pudiéramos comer nuestro dinero: David Korten habló una vez de un ministro del Este Asiático que dijo que los bosques de su país serían más valiosos talados, con el dinero puesto en el banco para que rinda interés. Aparentemente, los efectos de la destrucción del planeta son de poca importancia para los economistas. William Nordhaus de Yale proclama, “La agricultura, la parte de la economía que es sensitiva al cambio climático, da cuenta de sólo el tres por ciento del producto nacional. Eso significa que no hay manera de que tenga un efecto muy grande sobre la economía norteamericana.” El economista de Oxford Wilfred Beckerman le hace eco: “Aún si el producto neto de la agricultura cayera un 50 por ciento hacia fines del siguiente siglo, representa sólo una disminución del 1.5 por ciento del PBI.”

¿Debemos, como el Rey Midas, encontrarnos abandonados en un frío, no confortable, feo, inhóspito mundo antes de darnos cuenta de que no podemos comer nuestro dinero?

Debido a que crece exponencialmente, el interés alimenta una linealidad que pone a la humanidad fuera de la naturaleza, que está determinada por ciclos. Sutil pero inexorablemente, lleva a la asunción de que los seres humanos existimos aparte de la ley natural. También, el interés lleva a la incesante ansiedad de demandar siempre más, más, más, propulsando la interminable conversión de toda riqueza en capital financiero. Parte de esta ansiedad está codificada en la propia palabra, “interés”, que implica que el interés propio está también atado a incrementos interminables.

El interés es una contraparte necesaria de la mentalidad de la externalización. Como el interés, la externalización involucra una negación de la circularidad de la naturaleza tratándola como un reservorio infinito de recursos, y como un vertedero infinito de basura. El interés es también afín al fuego, la fundación de la tecnología moderna. Para mantener las cosas en marcha se requiere la adición de cada vez más combustible, hasta que el mundo entero sea consumido, dejando nada más que una pila de dólares a modo de ceniza.

El dinero es el tipo más peculiar de propiedad, ya que a diferencia de los inventarios físicos de bienes, “el óxido no lo corroe ni las polillas lo corrompen.” El efectivo no se deprecia en valor; al contrario, en su forma moderna, abstracta, de bits en la computadora de un banco, crece en valor a medida que devenga interés. Entonces parece violar una de las leyes naturales fundamentales: la impermanencia. El dinero no requiere mantenimiento como una parcela de cultivo para mantener su productividad. No requiere una rotación constante de inventario como un almacén de granos para mantenerse fresco. No es un accidente, entonces, la asociación temprana del dinero con el oro, el metal más famosamente resistente a la oxidación. El dinero perpetúa la ilusión fundamental de la independencia de la naturaleza; la riqueza financiera perdura sin una interacción constante con el entorno. Otras formas de riqueza son engorrosas, porque requieren una relación continua con otra gente y el entorno. Pero no el dinero, que está ahora completamente abstraído de los bienes de consumo físicos y entonces está también abstraído de las leyes naturales de la decadencia y el cambio. El dinero como lo conocemos es entonces un componente integral del ser discreto y separado.

Es un hecho curioso que la mayoría de las personas sean extremadamente renuentes a compartir su dinero. Incluso entre parientes, compartir dinero está asociado con fuertes tabúes: Conozco incontables familias pobres en que las familias de sus hermanos, primos, o tíos son muy ricas. Y cómo tantas amistados se han desintegrado, ¿cuántos familiares se han evitado unos a otros durante años, por asuntos de dinero? El dinero, parece, está inextricablemente involucrado en la esencia misma del egoísmo — una pista de su profunda asociación con el ser mismo. De allí la intensa sensación de violación que sentimos al ser “esquilmados” (como si una parte de nuestros cuerpos nos estuviese siendo quitada), cuando desde otra perspectiva todo lo que ha pasado es que unos pedazos de papel han cambiado de mano, o algunos bits se han prendido y apagado en la computadora de un banco.

Normalmente no compartimos nuestro dinero porque lo vemos casi como parte de nosotros mismos y el fundamento de nuestra seguridad biológica. El dinero es el ser mismo. Entretanto, condicionados por la ciencia y los orígenes de la separación que subyace en ella, vemos a las otras personas como esencialmente justo eso, “otros”. Mezclar estos dos ámbitos invita a la confusión y al conflicto. El problema es, que a medida que convertimos más de la vida en dinero, más territorio cae dentro de estos ámbitos de dicotomía, mío o tuyo, y menos base común hay para compartir la vida y desarrollar relaciones no a la defensiva. La conversión de la vida en dinero reduce todo a una transacción económica, dejándonos como las personas más solitarias que alguna vez hayan habitado el planeta. La apropiación y privatización del mundo entero significa que todo es, o mío, o de algún otro. Ya nada es en común.

La violación que sentimos al ser esquilmados es muy similar a la violación que los cazadores-recolectores indígenas debían sentir al presenciar la destrucción de la naturaleza. Cuando “yo” soy definido no como un individuo discreto sino a través de una red de relaciones con la gente, la tierra, los animales, y las plantas, entonces cualquier daño a ellos nos viola a nosotros también. Incluso nosotros los modernos sentimos a veces un eco de esta violación cuando vemos a las topadoras tirando abajo los árboles para construir un nuevo centro comercial. Eso es porque nuestra separación de los árboles es ilusoria. La conexión enterrada puede ser resistida mediante la ideología, narcotizada mediante distracciones, o intimidada mediante la invocación al instinto de supervivencia, pero no puede morir nunca porque está relacionada a quienes somos realmente. El amor a la vida que Edwin Wilson llamó biofilia, y nuestra empatía natural hacia otros seres humanos, es a fin de cuentas irreprimible porque nosotros somos la vida y la vida es nosotros.

El régimen de separación nos ha insensibilizado a la auto-violación inherente al despojamiento del planeta y a la degradación de sus habitantes. En un intento de compensar nuestro perdido sentimiento de ser, lo transferimos a las posesiones y particularmente al dinero, completando la escena para el desastre. ¿Cómo? Porque el dinero (el que rinde interés) es una absoluta mentira, conteniendo una falsa promesa de imperecederidibilidad y crecimiento eterno. Identificado con el ser, el dinero y sus “activos” sugieren que si estamos en control de ello, el ser podría ser mantenido para siempre, impermeable al resto del ciclo que sigue al crecimiento: la decadencia, la muerte, y el renacimiento.

Obviamente, hay un problema cuando algo que no decae sino que solo crece, para siempre, exponencialmente, es vinculado a bienes de consumo que no comparten esta propiedad. El único resultado posible es que estos otros bienes — capital social, cultural, natural, y espiritual — serán eventualmente agotados en el intento frenético, desesperado, de redimir la promesa en última instancia fraudulenta inherente al dinero con interés.

[Esos bienes] Están ya prácticamente exhaustos. ¿Qué más de la naturaleza o de la comunidad convertiremos en bienes de consumo, antes de que las mismas bases de la vida y de la sanidad se derrumben? Todas las crisis actuales se originan en la conversión de capital natural, social, cultural, y espiritual en dinero. Aún así incluso la usura no es la raíz más profunda. No es una característica accidental de nuestro sistema que, tan sólo si alguien hubiese tomado una elección más sabia, pudiese ser diferente. Está implícito en nuestra cosmología Newtoniana-Cartesiana en la cual, por definición, más para mi es menos para ti. A medida que esta cosmología se vuelve rápidamente obsoleta, podemos atisbar el surgimiento de un nuevo sistema monetario encarnando una concepción muy diferente del ser y del mundo. Hasta que hagamos la transición, no hay esperanzas de que la actual conversión de capital social, cultural, natural, y espiritual en dinero vaya a disminuir. Bajo un sistema monetario basado en interés, inevitablemente nos cobraremos la tierra en efectivo.

En la nueva identidad humana que está emergiendo de la actual crisis, el dinero tendrá los efectos opuestos a los que tiene hoy. Será una fuerza para el compartir, no para la competencia; para la generosidad, no para la codicia; para la comunidad, no para la división; para la conservación, no para la liquidación. ¿Puede imaginarse un mundo donde el dinero sea el aliado de todos nuestros mejores impulsos?





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