En un pueblo de Hungría las mujeres se dedicaron con ahínco a envenenar a su maridos que regresaban de la guerra. La trama se descubrió por una carta anónima enviada a un periódico de la región. Nagyrév es una aldea que se encuentra en la región rural de Tiszazug, a unos cien kilómetros de Budapest. Tiene río, lagos, grandes extensiones de campo y un pasado siniestro que conjuga pobreza extrema, desesperación, complot y veneno. Litros y litros de veneno.
Entre 1914 y 1929 la pequeña comunidad agrícola se convirtió en un pueblo de asesinas que, arsénico mediante, acabaron con la vida de unas 300 personas que, por distintos motivos, les resultaban “molestas”. Mayormente, las víctimas fueron hombres, los esposos de estas mujeres cautivas de la brutalidad de la profunda y oscura Europa del este de principios del siglo pasado.
“Maté a mi marido porque él siempre quería tener el control. Es terrible la forma en que los hombres siempre quieren todo el poder”, dijo durante su juicio, para explicar su crimen, una de las envenenadoras de Nagyrév, que se llamaban a sí mismas “hacedoras de ángeles”. Al iniciarse la Primera Guerra Mundial, casi todos los hombres de la región fueron reclutados para luchar por el Imperio Austro-Húngaro y las mujeres se quedaron solas con sus hijos pequeños. De pronto, eran ellas y nada más que ellas las que decidían sus destinos y todo funcionaba bien. Sin conocer otra cosa que el maltrato, maridos borrachos y el matrimonio como una situación de esclavitud, experimentaron la libertad y, claro: les gustó.
La vida era pacífica, próspera y no les faltaba nada, ni siquiera sexo. En la misma época se establecieron en la zona campamentos para prisioneros, que disponían de una cierta libertad controlada, y muchos de estos jóvenes extranjeros se convirtieron en amantes de las nuevas amazonas de Nagyrév. Estaban viviendo la vida por primera vez. Se sintieron despiertas, reales.
Pero los maridos, padres y parientes opresores comenzaron a volver a sus casas. No todas tenían la fortuna de la viudez y los veteranos de guerra esperaban encontrar a las mismas mujercitas sumisas y obedientes que habían dejado. Ellas, dueñas de sí mismas, sólo vieron a un puñado de hombres más agresivos que antes, intolerantes y, algunos, para peor, terriblemente mutilados o ciegos. O sea: incapacitados para trabajar y ocupando espacio para mandar.
Desde la época de la antigua Roma, el veneno pasó a ser un plus agregado a la oferta de partos y abortos de muchas comadronas. Entre las más famosas está La Voisin, que brindó satánicos servicios a mujeres de la corte en París durante el siglo XVII y terminó sus días en el cadalso, pero vestida de gala.
Así que por instinto, podría decirse, las esposas desesperadas de Nagyrév fueron a buscar ayuda a lo de la comadrona del pueblo. Julia Fazekas era muy respetada, ya que como en aquella época no había hospitales por la zona, no sólo asistía los partos, sino que cubría las necesidades médicas de los pobladores. Era ella la que hacía los abortos a las que no podían permitirse en su economía una boca más para alimentar y sería ella, entonces, las que les brindaría la solución a este nuevo problema. ¿Cómo liberarse de estos hombres que volvían para acabar con la alegría?
La solución llegó en forma de arsénico. La comadrona lo obtenía con un método casero, hirviendo tiras de papel atrapamoscas y, con la colaboración de Susanna Olah, una de sus auxiliares a la que se la conocía como la “tía Susi”, le fue brindando a estas esposas, hijas y prometidas sus frasquitos liberadores. Se dice que cerca de 50 compraron la pócima y, sistemáticamente y en silencio, en pocos años aumentaron la tasa de mortalidad masculina de la región.
El último asesinato fue en 1929 cuando mediante una carta anónima al editor de un pequeño periódico local, se acusó a las mujeres de la región de envenenar a sus familiares. Rápidamente, se dio aviso a las autoridades, que exhumaron decenas y decenas de cadáveres en el cementerio local. El resultado fue abrumador: casi todos los hombres muertos durante los últimos años tenían arsénico en sus restos. Y empezó la caza de brujas.
No fue difícil atar cabos y llegar hasta Fazekas, que cuando fue detenida se mantuvo firme en el interrogatorio y, fiel a su séquito, negó las acusaciones, segura de que no se podía demostrar nada. Entonces le tendieron una trampa. La dejaron libre y esperaron a que fuera a advertirle a su cofradía que si alguna resultaba sospechosa se callara la boca, como ella. Cada puerta que tocó, fue la señal para una detención.
La cultura campesina húngara del período de entreguerras, tales como el abandono tradicional de los ancianos, enfermos y discapacitados, no fue tenida en cuenta a la hora de apresar a las envenenadoras ni sumó piedad o empatía durante el proceso penal.
Fueron 37 las mujeres que atraparon y finalmente 26 las que llegaron a juicio, que se llevó adelante entre el verano de 1929 y la primavera de 1930. Fazekas y la tía Susi evitaron sentarse en el banquillo tomando su propio veneno. De las acusadas, ocho fueron condenadas a la horca, siete a cadena perpetua y el resto se suicidó o pasó en la cárcel entre cinco y 20 años.
Actualmente es casi imposible encontrar Nagyrév alguna familia que no hay sido afectada por esta ola de asesinatos, pero prefieren olvidar, no decir nada al respecto. Con los muertos ocultos en el pasado, el pueblo aspira a ser un destino turístico que se promociona como un lugar apto para los deportes náuticos, la equitación y la pesca. Los atardeceres rojizos sobre los campos de trigo siguen siendo tan bellos como siniestros.
http://www.ovejaselectricas.es/2010/03/las-envenenadoras-de-nagyrev.html
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